Por Santi:
Pasaron más de
tres años desde que volvimos del viaje. Pero el blog no está terminado, porque
nunca escribí las entradas faltantes que me correspondían: Camboya y Singapur.
Algunos podrán pensar “qué desastre este tipo, tres años para escribir dos
boludeces”. Yo le llamo darle suspenso al lector. ¿O acaso J.K. Rowling
escribió los 7 libros de Harry Potter en un mes? No, ¡la señora se tomó su
tiempo! Y si ella pudo, yo también. ¿Que dónde están mis best sellers?
Emmmm…bueno…esperen y verán. Capaz que tienen que esperar tres años…ó 30, pero
esperen. Y para que no se aburran mientras esperan, les dejo algo sobre Camboya
para leer, y dentro de un tiempo (prometo que menor a tres años) la entrada
sobre Singapur también.
Llegamos a Phnom
Penh, la capital de Camboya, en ómnibus desde Ho Chi Min, nuestro último
destino en Vietnam. La capital de Camboya no es muy linda, ni muy grande, ni
tiene demasiada vida nocturna o cultural, pero fuimos básicamente para visitar
la prisión Tuol Sleng y el campo de exterminio Choeung Ek, uno de los varios
“killing fields” que montó el régimen de los Jemeres Rojos (“jemer” es el
nombre de la etnia a la cual pertenecen los camboyanos y “rojos” por ser el
color identificatorio del comunismo). Este grupo ultra comunista y totalmente
desquiciado gobernó el país –al que llamó “Kampuchea Democrática”- entre 1975 y
1979, consolidando un régimen de economía agraria, vaciando las ciudades y destruyendo
la cultura asociada a ellas, por considerarla “burguesa”. La mayoría de la
población fue trasladada a centros de
trabajo forzoso en el campo y miles fueron detenidos, torturados y/o
asesinados, mientras que muchos otros murieron por las duras condiciones de
vida en los campos, donde la comida era muy escasa y las condiciones de trabajo
al nivel de la esclavitud. Se calcula que uno de cada cuatro camboyanos murió
durante la vigencia del régimen, contando los asesinados y los fallecidos en
los campos de trabajo, que, se podrían considerar igualmente asesinados. Por lo
tanto en cuatro años, los Jemeres Rojos, encabezados por Pol Pot, asesinaron al
25% de la población: todo un récord. Finalmente en 1979 Vietnam invadió Camboya
y derrocó el régimen. Sus principales líderes huyeron y se escondieron en la
selva, cerca de la frontera con Tailandia. Algunos de ellos fueron apresados y
juzgados, pero Pol Pot nunca fue encontrado, muriendo en la selva en 1998. Uno
de los hechos más increíbles fue que los Jemeres Rojos mantuvieron hasta
entrados los años noventa la representación de Camboya ante las Naciones Unidas.
Para los que les interese este tema, les recomiendo el libro “Primero mataron a mi padre” de Loung
Ung, una sobreviviente que desde entonces vive en Estados Unidos. En ese libro,
aunque el título tal vez haga innecesario aclararlo, ella cuenta su historia y
la de su familia en esos años desde la perspectiva de una niña de 5 – 9 años.
Sin dudas es uno de los libros más conmovedores y fuertes que leí en mi vida.
Yo se lo compré a un niño en un restorán en Phom Penh (una versión fotocopiada,
muuuy trucha) y lo leí durante el viaje. No los aburro más con el tema, pero
quisiera resaltar que por lo que he
leído y la información disponible, es muy probable que los ciudadanos de Corea
del Norte estén viviendo en este mismo momento situaciones muy similares a las
que vivieron los camboyanos durante el régimen de Pol Pot. Está comprobada la
existencia de campos de concentración y ni que hablar, la de asesinatos
arbitrarios. Después de leer el libro da todavía más impotencia pensar que eso
seguramente esté pasando ahora mismo y uno no pueda hacer absolutamente nada.
Volvamos al viaje:
en la capital visitamos la prisión Tuol Sleng, donde pasaron miles de
camboyanos en esos años. Es un edificio de dos pisos, que anteriormente era una
escuela, y cuenta con varios salones que se usaban como celdas o como lugares
de tortura, así como un patio interno que se usaba con el mismo fin. Por el
paso del tiempo no recuerdo con exactitud, pero los métodos de tortura no
variaban demasiado de los que emplearon las dictaduras latinoamericanas de los
70 y 80: submarino, plantón, golpes, etc. Lo que sí era bastante diferente era
el criterio para apresar o asesinar a alguien. No solamente perseguían a los
opositores políticos, o gente con ideas políticas contrarias a las que sostenía
el gobierno, sino que cualquiera que tuviera alguna característica que lo
identificara como “burqués” estaba en peligro. Usar lentes o hablar un idioma
extranjero eran razones suficientes para ser torturado o asesinado. Por esto es
que creo que más que comunista el régimen fue simplemente desquiciado.
La mayoría de los
que pasaban por esta prisión eran enviados después al campo de exterminio ya
mencionado, donde llegaban de noche y a las pocas horas eran asesinados. En
general los mataban a tiros, menos a los bebés -sí, también mataban a bebés-
que eran muertos con golpes contra un gran árbol. Ese árbol está aún en pie. En
este lugar se encontraron muchas fosas comunes y miles de cuerpos. Hoy en día
hay un monumento a las víctimas y una especie de pequeño museo donde se cuenta
la historia de los juicios a los cabecillas del régimen que fueron apresados.
Se puede recorrer el campo con audioguías en varios idiomas. Más allá de la
dureza de los hechos que ahí pasaron, tanto al Gato como a mí nos gustó haber ido
y recomendamos su visita, ya que está muy bien organizado y explicado.
Monumento a las víctimas. |
Árbol usado para asesinar niños por el régimen de los Jemeres Rojos. |
Fosas comunes |
En Phnom Penh
también coincidimos con las danesas que habíamos conocido en Vietnam, con
quienes fuimos a comer y una noche a bailar. Era un poco raro estar en un
boliche el mismo día que habíamos visitado la prisión y el campo de exterminio,
pero así es el Sudeste Asiático: una montaña rusa de sentimientos y muchos
contrastes.
Luego de la
capital y de adentrarnos en la historia de esos años oscuros del país, llegó el
momento en el que nos separamos con el Gato por unos 10 días. Sí, ¡después de 7
meses al fin iba a pasar varios días sin verle la cara! La separación se debió
a que él tenía que estar en Kuala Lumpur unos días después porque iba a ir al
Gran Premio de F1 de esa ciudad, pero no quería irse sin visitar los templos de
Angkor Wat (pueden releer su crónica de sus paso por Angkor acá:), al norte del
país y la mayor atracción turística de Camboya. Yo también quería ir ahí pero
como no iba a ir a la F1 y sí quería ir a otro destino en Camboya, fui primero
al otro y luego sí a Angkor Wat, porque por razones geográficas y logísticas
era más lógico hacerlo de esa manera.
Entonces, el Gato
partió hacia el norte y yo me fui a Sihanoukville, un balneario en la costa
camboyana, al sur de la capital. Mi interés no era precisamente ese lugar, sino
la isla de Koh Rong, a la cual se llega desde Sihanoukville. Es una isla casi
desconocida por todos (no recuerdo si siquiera figura en la Lonely Planet),
pero a la cual quise ir desde que estaba en Montevideo antes de partir hacia
Australia, porque había leído sobre ella en un blog de un argentino. En ese
blog él la describía como el paraíso en la tierra, como un lugar increíble,
puro y lleno de paz, e insistía en que no se podía dejar de ir. Luego de ver
varias fotos y de leer su relato, me prometí a mi mismo que sí o sí iba a ir a
Koh Rong. Entonces, luego de un viaje en ómnibus llegué a Sihanoukville, busqué
un guest house, compré el “pasaje” para ir a la isla al día siguiente y como
estaba solo (snif, snif) me compré varios libros en una tienda del balneario,
entre ellos, Nothing to envy, un
libro escrito por una periodista estadounidense basado en entrevistas con
norcoreanos que escaparon de su país y fueron a vivir a Corea del Sur. Duro
pero muy recomendable.
Luego de eso fui a
un bar donde conocí varios viajeros, entre ellos a Guille, un argentino que me
dijo que iría en un par de días a la isla. A la mañana siguiente fui al
“muelle” de donde salía el “barco” listo para pasar un par de días en el
paraíso. El “barco” era una lanchita con techo en la que cabrían no más de 20 –
25 personas, con un motor, algo totalmente diferente a los grandes ferries que
llevan turistas a las islas en el sur de Tailandia. El viaje demora 2 horas,
aunque está solamente a 25 km de la costa. En el bote, aparte de la
“tripulación”, éramos todos occidentales. Al estar llegando a la isla confirmé
lo que había leído: era hermosa, pero también pensé “no hay chance de que acá
haya un puto cajero automático!”. Yo tenía no más que el equivalente a 15 o 20
dólares encima, y por más que es un país barato, no me alcanzaría para quedarme
3 ó 4 días como quería. Bajé del bote y, como cada vez que llegábamos a un
lugar, me puse a buscar alojamiento.
Era totalmente
diferente a las islas de Tailandia: muy pocos alojamientos, muy pocos lugares
para comer y solamente en la costa; no había calles que llevaran al interior de
la isla. Me terminé quedando en una “gesthouse” de madera, recién construida en
primera línea al mar y en la que el cuarto no tenía más que un colchón en el
piso recubierto con una red para mosquitos. Si mal no recuerdo las ventanas
eran sólo un agujero en la madera, lo cual no importaba porque para qué iba a
querer cerrar la ventana con 35 grados?! La ducha faltó a la cita: para bañarse
había que recoger agua de un tanque de plástico con un baldecito y tirárselo en
la cabeza y así sucesivamente. El precio era de 5 dólares por noche. Puede
parecer caro para quedarte en un lugar sin cama, sin ventanas y sin ducha. Para
mi era muy barato considerando que estaba en uno de los lugares más hermosos en
que jamás había estado.. Salía de la guesthouse y pisaba la arena blanca de una
playa con agua verde, con el sol brillando sobre mi cabeza.
Al poco rato de
haberme instalado y salir a dar una vuelta confirmé mi sospecha: no había
cajeros automáticos en esa isla. Me lo dijo una finlandesa que estaba ahí desde
hacía meses trabajando en un bar. Ella era muy blanca y muy rubia; un contraste
enorme con los locales. Lo de los cajeros me pareció bastante obvio cuando al
poco rato me di cuenta que en la isla no había energía eléctrica ni Internet.
Algunos lugares (“restoranes”, bares, guesthouses) tenían generadores que
prendían algunas horas al día y nada más. Sí llegaba la señal para celulares,
por lo que era la única forma comunicación con “el mundo exterior”. Cuando supe
que con la plata que tenía no podría quedarme más que 1 día, decidí que iba a
volver a tierra, buscar más plata y regresar, por más que eso significara
gastar 20 dólares más en la ida y vuelta hacia y desde la isla. Estaba en el
paraíso y no podía quedarme sólo un día. Entonces planeé volver al día
siguiente a Sihanoukville pero mientras tanto disfruté de la increíble playa.
En el lugar donde llega el barco no había más que 5 ó 6 establecimientos y muy
poca gente. Pero alejándote un poco por la playa podías estar absolutamente
sólo, rodeado de ese escenario de arena blanca, agua verde, sol radiante y
palmeras. Pasé el día en la playa, leyendo y absolutamente maravillado por el
lugar donde estaba, pero también pensé que me hubiera gustado compartirlo con
alguien.
Al día siguiente
fui a tierra, saqué plata y volví a la isla al otro día (sólo habían un par
salidas al día desde y hacia la isla por lo que no pude ir y volver en el día).
En mi segunda ida a la isla, n el bote conmigo iban Mario y Laura, dos amigos
alemanes que estaban viajando por unas semanas por el Sudeste Asiático. Los dos
hablaban español: Laura tenía un novio mexicano y creo que había vivido en
México y Mario había estado de intercambio en Córdoba, Argentina, por un año
(así que con el hablaba de “boludo” y todo!). Pegamos buena onda y me dijeron
que ellos ya habían reservado una cabaña (aunque hablen español, no dejan de
ser alemanes!) y que si quería me podía quedar con ellos porque tenía lugar
para 3. Acepté de inmediato, ya que saldría 5 dólares por persona, estaba mucho
mejor que el lugar donde me había quedado en mi primera ida a la isla y porque
estaría acompañado!
Esta segunda vez
creo que me quedé 3 noches más en la isla. Y fueron unos días impresionantes:
se armó un grupo de personas con el que pasé esos días y que jamás voy a
olvidar. Lo mejor fue que se dio totalmente natural y que demuestra lo que
sucede en muchas ocasiones al viajar solo o en grupos chicos y estar abierto a
conocer, pasar días, y hasta compartir habitación con gente que nunca has visto
en tu vida y que, en muchos casos, hablan otro idioma.
A Laura, Mario y a
mí se nos sumó una francesa que yo ya
había conocido durante mi primer día en la isla. Ella había terminado su master
en Francia y había decidido dar la vuelta al mundo en bicicleta y sin mucho
presupuesto. Para eso, vivía en muchos casos con los locales, casi siempre a
cambio de su trabajo. No se quedaba en hostels o guesthouses y no comía en
restoranes por lo general, sino que llevaba su propia comida, o comía en los
lugares en los que trabajaba. Obviamente que es un estilo de viaje diferente al
que nosotros llevábamos y creo que no estaría dispuesto a hacerlo, pero eso es
lo lindo de ser mochilero: a cada paso encontrás historias diferentes, estilos
de vida y de viaje diferentes pero todos con la pasión por el mundo y las
personas que lo habitan en común. Ella estaba sola en la isla, pero venía
viajando en bici junto a 2 amigos holandeses que creo que había conocido en
Asia mismo: Jonathan y Susanne. Ellos llegaron al poco rato o al día siguiente
y se unieron al “grupo”. También llegó Guille, el argentino que había conocido
en el bar, y también se sumó. Él trabajaba, y aún lo hace, en el diario La Nación de Buenos Aires,
cubriendo noticias internacionales. Por su trabajo había estado en Haití
cubriendo el terremoto, en Chile cuando lo de los mineros y en Japón cuando el
tsunami. En ese momento estaba de vacaciones por un mes por Camboya y algunos
países de la zona más, durante su licencia. Por lo tanto, los siguientes días
los pasé junto a ese grupo maravilloso de gente en la playa, charlando, y
compartiendo la alegría de estar, como ya dije, en uno de los lugares más
lindos en el que he estado en mi vida –me dio mucha lástima que el Gato no haya
podido ir.
Una noche, luego
que los alemanes ya se habían ido, fuimos con los holandeses y Guille a un bar
(creo que el único que había, y EL lugar para “salir” en las noches, ya que a
diferencia de las islas de Tailandia, ahí no había boliches ni joda) donde
tomamos una cantidad sorprendente de Baileys por muy poco dinero, ya que la persona
que servía los tragos se ve que nunca había servido un Baileys en su vida por lo que llenaba los vasos hasta
el tope, como si fuera cerveza. Ya de por sí era barato todo en Camboya, y con
barmans novatos, más todavía.
Esos días fueron
realmente una experiencia que recordaré toda mi vida. Estaba en una isla
paradisíaca sin energía ni Internet, del otro lado del mundo, con gente que
conocía hacía pocas horas, pero sentía que no me faltaba nada, que nada podía
ser mejor. Esas son las experiencias que nos hacen darnos cuenta que a veces
nos complicamos demasiado y que no ineludiblemente se necesitan muchas cosas
materiales o sofisticadas para ser feliz. A veces el destino puede hacer que
coincidan por unos días siete personas que no se conocen y de diferentes países
en el mismo lugar y que todos ellos se lleven un recuerdo y una sensación que
dure muchos años. Con esto no quiero decir que haya que estar lejos o con gente
desconocida y de otros países para sentir que no se puede pedir más. Pero sí
que el viajar brinda estas experiencias increíbles que nos hacen cuestionarnos
y reflexionar: ¿acaso no tengo momentos como estos en casa? ¿y si sí, por qué
no los valoro? Por supuesto que la costa de Rocha no le llega ni a los talones
a las playas de Koh Rong. Pero no eran las playas lo importante: era la
simpleza, la pureza de la que hablaba el
argentino del blog y la compañía lo que hacían a esos días especiales e
inolvidables. Podés estar bañándote con un balde y sin Internet, sin boliches,
sin heladera ni cajeros automáticos y ser muy feliz. Creo que eso es lo
importante, y una vez que lo entendemos, valoramos más pequeños momentos que
tal vez antes pasaban más desapercibidos.
Jonathan, Susanne y yo después de los Baileys |
Jonathan, Laura, Mario, Susanne, yo, Guille y la francesa. |
No voy a negar que sentí tristeza cuando todo
terminó y cada uno siguió viaje por su lado, pero justamente el viajar de esa
manera, conociendo gente todo el tiempo, te acostumbra a las despedidas. Y a
saber que no hay que vivir de la nostalgia, sino recordar con felicidad los
buenos momentos vividos y mirar hacia adelante, esperando que vengan muchos
más. También me entristeció no haberme quedado más días pero ya estaba en camino
al norte, a Siem Reap, el pueblo en el que se hace base para ir a Angkor Wat,
así que no tenía tiempo para lamentarme. El Gato ya había ido y ya escribió una entrada sobre su experiencia ahí, que pueden releer aquí: http://gatoysasadeviaje.blogspot.com.uy/2013/05/siem-reap-felipe.html. Fui con Guille, que también iba para
ahí. Siem Reap no tiene mucho más que lugares para alojarse, restoranes, bares
y boliches. Parece que vive exclusivamente gracias a su cercanía a los templos. Así que conseguimos una
guesthouse y al día siguiente partimos para Angkor Wat en un Tuk Tuk, manejado
por un camboyano que tendría unos 28 ó 30 años y cuyo nombre no recuerdo. Era
muy simpático y además de manejar el vehículo actuaba un poco como guía
también. No solamente nos llevó, sino que pasó con nosotros todo el día, ya que
el lugar es enorme y hacía mucho calor como para hacerlo todo a pie. Él nos
contó varias cosas, por ejemplo, que en Camboya la familia del novio tiene que
pagarle a la de la novia cuando se van a casar.
Angkor Wat es un
complejo de templos muy antiguos, tanto budistas como hindúes, construidos en
piedra. Mucha, mucha piedra. Cada templo tiene un nombre y una historia
particular. Hay uno en el cual crecieron árboles enormes arriba de las piedras,
donde se filmó parte de una de las películas de Tomb Raider, con Angelina
Jolie. El más conocido tiene una forma muy particular y está escoltado por unas
palmeras que hacen una de las imágenes más famosas del Sudeste Asiático y sin
dudas la más conocida de Camboya. Muchísima gente va bien temprano en la mañana
para ver la salida del sol desde atrás del templo y tener la foto perfecta.
Nosotros fuimos, aunque muchas fotos no tengo porque esa no era aún época de
iPhone para mi y la cámara la tenía el Gato. Así que sí, estuve en el paraíso y
en Angkor sin cámara (sí, ya se, un reee gil). Igualmente tengo algunas fotos
que me pasó la gente con la que estuve esos días y muchas imágenes en mi
memoria. Angkor me gustó, es muy impresionante, aunque tal vez llega un punto
del día en el que te podés cansar de ver tanta piedra, a lo que se suma el
calor sofocante, por lo que es probable que sientas que ya has visto suficiente
antes de terminar de ver todos los templos. Pero sin dudas es un lugar que hay
que visitar si se va a Camboya.
Con Guille sobre un puente en Angkor Wat. |
Luego de ese día
de visita a Angkor, llegó el momento de despedirme de Guille, tal como había
hecho antes con tantos otros viajeros. No recuerdo exactamente cuál fue su
siguiente destino, pero el mío era Kuala Lumpur. Desde el pequeño y,
sorprendentemente, moderno aeropuerto de Siem Reap partí en un vuelo de Air
Asia con destino Kuala Lumpur, Malasia, donde me reencontraría con mi compañero
de viaje después de sólo unos cuantos días, pero unos días en los que había
vivido una de las experiencias más lindas de mi vida.
Para finalizar,
una pequeña reflexión. Desde que estuve en Koh Rong no me mantuve al tanto de
la vida de la isla. Como ya saben, era una isla de un nivel de belleza natural
similar o incluso mejor que las de Tailandia, pero siendo eso lo único que
tenían en común. En Koh Rong no había energía eléctrica, no había casi
alojamientos, no había boliches, casi no había ruido, habían kilómetros de playas
limpias y desiertas, no había muelle abarrotado de barcos para transportar
turistas, ni miles de rusos, suecos o australianos borrachos gritando 24 horas
por día. Apenas salí de esa isla supe que por más que algún día volviera, no
volvería al mismo lugar. Era evidente que no iba a durar mucho tiempo tan pura y virgen, y que tarde o temprano y progresivamente las inversiones irían
fluyendo y la isla iría transformándose en algo cada vez más parecido a Phi Phi
en Tailandia. Como dije, no investigué mucho pero por alguna cosa que leí de
rebote, y porque ya en ese entonces se veía que era una isla naciente y en
construcción, creo que ya ahora, a solo 3 años de haber estado ahí, cambió. Seguramente siga cambiando y en 10 años ya no quede mucho de la isla que
conocí. Esto no es una crítica al progreso ni al turismo que sin dudas puede
ser una importante fuente de trabajo para los locales. Pero si una cosa rescato
del viaje que hicimos es que el Sudeste Asiático tiene de todo para todos.
Islas famosas y llenas de gente, islas desconocidas, pueblitos, metrópolis
modernas, hoteles 5 estrellas, guesthouses de cinco dólares en el paraíso, cenas de 300 dólares en un rooftop bar de
Bangkok y platos de Pad Thai por un dólar y medio. Y si Koh Rong termina siendo
una isla como las demás se perdería parte de esa variedad que enriquece a la zona. Claro que no puedo hacer
nada para evitarlo pero al menos me queda el consuelo de no saber qué fue de
Koh Rong y, en caso de que se haya transformado, la esperanza de que así como
casi nadie la conocía en 2012, haya hoy diez, veinte o treinta “Koh Rongs” que
nadie conoce: puras, hermosas y desiertas.