jueves, 17 de diciembre de 2015

El blog no ha muerto: Camboya!

Por Santi:

Pasaron más de tres años desde que volvimos del viaje. Pero el blog no está terminado, porque nunca escribí las entradas faltantes que me correspondían: Camboya y Singapur. Algunos podrán pensar “qué desastre este tipo, tres años para escribir dos boludeces”. Yo le llamo darle suspenso al lector. ¿O acaso J.K. Rowling escribió los 7 libros de Harry Potter en un mes? No, ¡la señora se tomó su tiempo! Y si ella pudo, yo también. ¿Que dónde están mis best sellers? Emmmm…bueno…esperen y verán. Capaz que tienen que esperar tres años…ó 30, pero esperen. Y para que no se aburran mientras esperan, les dejo algo sobre Camboya para leer, y dentro de un tiempo (prometo que menor a tres años) la entrada sobre Singapur también.

Llegamos a Phnom Penh, la capital de Camboya, en ómnibus desde Ho Chi Min, nuestro último destino en Vietnam. La capital de Camboya no es muy linda, ni muy grande, ni tiene demasiada vida nocturna o cultural, pero fuimos básicamente para visitar la prisión Tuol Sleng y el campo de exterminio Choeung Ek, uno de los varios “killing fields” que montó el régimen de los Jemeres Rojos (“jemer” es el nombre de la etnia a la cual pertenecen los camboyanos y “rojos” por ser el color identificatorio del comunismo). Este grupo ultra comunista y totalmente desquiciado gobernó el país –al que llamó “Kampuchea Democrática”- entre 1975 y 1979, consolidando un régimen de economía agraria, vaciando las ciudades y destruyendo la cultura asociada a ellas, por considerarla “burguesa”. La mayoría de la población fue trasladada  a centros de trabajo forzoso en el campo y miles fueron detenidos, torturados y/o asesinados, mientras que muchos otros murieron por las duras condiciones de vida en los campos, donde la comida era muy escasa y las condiciones de trabajo al nivel de la esclavitud. Se calcula que uno de cada cuatro camboyanos murió durante la vigencia del régimen, contando los asesinados y los fallecidos en los campos de trabajo, que, se podrían considerar igualmente asesinados. Por lo tanto en cuatro años, los Jemeres Rojos, encabezados por Pol Pot, asesinaron al 25% de la población: todo un récord. Finalmente en 1979 Vietnam invadió Camboya y derrocó el régimen. Sus principales líderes huyeron y se escondieron en la selva, cerca de la frontera con Tailandia. Algunos de ellos fueron apresados y juzgados, pero Pol Pot nunca fue encontrado, muriendo en la selva en 1998. Uno de los hechos más increíbles fue que los Jemeres Rojos mantuvieron hasta entrados los años noventa la representación de Camboya ante las Naciones Unidas. Para los que les interese este tema, les recomiendo el libro “Primero mataron a mi padre” de Loung Ung, una sobreviviente que desde entonces vive en Estados Unidos. En ese libro, aunque el título tal vez haga innecesario aclararlo, ella cuenta su historia y la de su familia en esos años desde la perspectiva de una niña de 5 – 9 años. Sin dudas es uno de los libros más conmovedores y fuertes que leí en mi vida. Yo se lo compré a un niño en un restorán en Phom Penh (una versión fotocopiada, muuuy trucha) y lo leí durante el viaje. No los aburro más con el tema, pero quisiera  resaltar que por lo que he leído y la información disponible, es muy probable que los ciudadanos de Corea del Norte estén viviendo en este mismo momento situaciones muy similares a las que vivieron los camboyanos durante el régimen de Pol Pot. Está comprobada la existencia de campos de concentración y ni que hablar, la de asesinatos arbitrarios. Después de leer el libro da todavía más impotencia pensar que eso seguramente esté pasando ahora mismo y uno no pueda hacer absolutamente nada.

Volvamos al viaje: en la capital visitamos la prisión Tuol Sleng, donde pasaron miles de camboyanos en esos años. Es un edificio de dos pisos, que anteriormente era una escuela, y cuenta con varios salones que se usaban como celdas o como lugares de tortura, así como un patio interno que se usaba con el mismo fin. Por el paso del tiempo no recuerdo con exactitud, pero los métodos de tortura no variaban demasiado de los que emplearon las dictaduras latinoamericanas de los 70 y 80: submarino, plantón, golpes, etc. Lo que sí era bastante diferente era el criterio para apresar o asesinar a alguien. No solamente perseguían a los opositores políticos, o gente con ideas políticas contrarias a las que sostenía el gobierno, sino que cualquiera que tuviera alguna característica que lo identificara como “burqués” estaba en peligro. Usar lentes o hablar un idioma extranjero eran razones suficientes para ser torturado o asesinado. Por esto es que creo que más que comunista el régimen fue simplemente desquiciado.

La mayoría de los que pasaban por esta prisión eran enviados después al campo de exterminio ya mencionado, donde llegaban de noche y a las pocas horas eran asesinados. En general los mataban a tiros, menos a los bebés -sí, también mataban a bebés- que eran muertos con golpes contra un gran árbol. Ese árbol está aún en pie. En este lugar se encontraron muchas fosas comunes y miles de cuerpos. Hoy en día hay un monumento a las víctimas y una especie de pequeño museo donde se cuenta la historia de los juicios a los cabecillas del régimen que fueron apresados. Se puede recorrer el campo con audioguías en varios idiomas. Más allá de la dureza de los hechos que ahí pasaron, tanto al Gato como a mí nos gustó haber ido y recomendamos su visita, ya que está muy bien organizado y explicado.






Monumento a las víctimas.

Árbol usado para asesinar niños por el régimen de los Jemeres Rojos.

Fosas comunes



En Phnom Penh también coincidimos con las danesas que habíamos conocido en Vietnam, con quienes fuimos a comer y una noche a bailar. Era un poco raro estar en un boliche el mismo día que habíamos visitado la prisión y el campo de exterminio, pero así es el Sudeste Asiático: una montaña rusa de sentimientos y muchos contrastes.

Luego de la capital y de adentrarnos en la historia de esos años oscuros del país, llegó el momento en el que nos separamos con el Gato por unos 10 días. Sí, ¡después de 7 meses al fin iba a pasar varios días sin verle la cara! La separación se debió a que él tenía que estar en Kuala Lumpur unos días después porque iba a ir al Gran Premio de F1 de esa ciudad, pero no quería irse sin visitar los templos de Angkor Wat (pueden releer su crónica de sus paso por Angkor acá:), al norte del país y la mayor atracción turística de Camboya. Yo también quería ir ahí pero como no iba a ir a la F1 y sí quería ir a otro destino en Camboya, fui primero al otro y luego sí a Angkor Wat, porque por razones geográficas y logísticas era más lógico hacerlo de esa manera.

Entonces, el Gato partió hacia el norte y yo me fui a Sihanoukville, un balneario en la costa camboyana, al sur de la capital. Mi interés no era precisamente ese lugar, sino la isla de Koh Rong, a la cual se llega desde Sihanoukville. Es una isla casi desconocida por todos (no recuerdo si siquiera figura en la Lonely Planet), pero a la cual quise ir desde que estaba en Montevideo antes de partir hacia Australia, porque había leído sobre ella en un blog de un argentino. En ese blog él la describía como el paraíso en la tierra, como un lugar increíble, puro y lleno de paz, e insistía en que no se podía dejar de ir. Luego de ver varias fotos y de leer su relato, me prometí a mi mismo que sí o sí iba a ir a Koh Rong. Entonces, luego de un viaje en ómnibus llegué a Sihanoukville, busqué un guest house, compré el “pasaje” para ir a la isla al día siguiente y como estaba solo (snif, snif) me compré varios libros en una tienda del balneario, entre ellos, Nothing to envy, un libro escrito por una periodista estadounidense basado en entrevistas con norcoreanos que escaparon de su país y fueron a vivir a Corea del Sur. Duro pero muy recomendable.

Luego de eso fui a un bar donde conocí varios viajeros, entre ellos a Guille, un argentino que me dijo que iría en un par de días a la isla. A la mañana siguiente fui al “muelle” de donde salía el “barco” listo para pasar un par de días en el paraíso. El “barco” era una lanchita con techo en la que cabrían no más de 20 – 25 personas, con un motor, algo totalmente diferente a los grandes ferries que llevan turistas a las islas en el sur de Tailandia. El viaje demora 2 horas, aunque está solamente a 25 km de la costa. En el bote, aparte de la “tripulación”, éramos todos occidentales. Al estar llegando a la isla confirmé lo que había leído: era hermosa, pero también pensé “no hay chance de que acá haya un puto cajero automático!”. Yo tenía no más que el equivalente a 15 o 20 dólares encima, y por más que es un país barato, no me alcanzaría para quedarme 3 ó 4 días como quería. Bajé del bote y, como cada vez que llegábamos a un lugar, me puse a buscar alojamiento.

Era totalmente diferente a las islas de Tailandia: muy pocos alojamientos, muy pocos lugares para comer y solamente en la costa; no había calles que llevaran al interior de la isla. Me terminé quedando en una “gesthouse” de madera, recién construida en primera línea al mar y en la que el cuarto no tenía más que un colchón en el piso recubierto con una red para mosquitos. Si mal no recuerdo las ventanas eran sólo un agujero en la madera, lo cual no importaba porque para qué iba a querer cerrar la ventana con 35 grados?! La ducha faltó a la cita: para bañarse había que recoger agua de un tanque de plástico con un baldecito y tirárselo en la cabeza y así sucesivamente. El precio era de 5 dólares por noche. Puede parecer caro para quedarte en un lugar sin cama, sin ventanas y sin ducha. Para mi era muy barato considerando que estaba en uno de los lugares más hermosos en que jamás había estado.. Salía de la guesthouse y pisaba la arena blanca de una playa con agua verde, con el sol brillando sobre mi cabeza.

Al poco rato de haberme instalado y salir a dar una vuelta confirmé mi sospecha: no había cajeros automáticos en esa isla. Me lo dijo una finlandesa que estaba ahí desde hacía meses trabajando en un bar. Ella era muy blanca y muy rubia; un contraste enorme con los locales. Lo de los cajeros me pareció bastante obvio cuando al poco rato me di cuenta que en la isla no había energía eléctrica ni Internet. Algunos lugares (“restoranes”, bares, guesthouses) tenían generadores que prendían algunas horas al día y nada más. Sí llegaba la señal para celulares, por lo que era la única forma comunicación con “el mundo exterior”. Cuando supe que con la plata que tenía no podría quedarme más que 1 día, decidí que iba a volver a tierra, buscar más plata y regresar, por más que eso significara gastar 20 dólares más en la ida y vuelta hacia y desde la isla. Estaba en el paraíso y no podía quedarme sólo un día. Entonces planeé volver al día siguiente a Sihanoukville pero mientras tanto disfruté de la increíble playa. En el lugar donde llega el barco no había más que 5 ó 6 establecimientos y muy poca gente. Pero alejándote un poco por la playa podías estar absolutamente sólo, rodeado de ese escenario de arena blanca, agua verde, sol radiante y palmeras. Pasé el día en la playa, leyendo y absolutamente maravillado por el lugar donde estaba, pero también pensé que me hubiera gustado compartirlo con alguien.

Al día siguiente fui a tierra, saqué plata y volví a la isla al otro día (sólo habían un par salidas al día desde y hacia la isla por lo que no pude ir y volver en el día). En mi segunda ida a la isla, n el bote conmigo iban Mario y Laura, dos amigos alemanes que estaban viajando por unas semanas por el Sudeste Asiático. Los dos hablaban español: Laura tenía un novio mexicano y creo que había vivido en México y Mario había estado de intercambio en Córdoba, Argentina, por un año (así que con el hablaba de “boludo” y todo!). Pegamos buena onda y me dijeron que ellos ya habían reservado una cabaña (aunque hablen español, no dejan de ser alemanes!) y que si quería me podía quedar con ellos porque tenía lugar para 3. Acepté de inmediato, ya que saldría 5 dólares por persona, estaba mucho mejor que el lugar donde me había quedado en mi primera ida a la isla y porque estaría acompañado!

Esta segunda vez creo que me quedé 3 noches más en la isla. Y fueron unos días impresionantes: se armó un grupo de personas con el que pasé esos días y que jamás voy a olvidar. Lo mejor fue que se dio totalmente natural y que demuestra lo que sucede en muchas ocasiones al viajar solo o en grupos chicos y estar abierto a conocer, pasar días, y hasta compartir habitación con gente que nunca has visto en tu vida y que, en muchos casos, hablan otro idioma.

A Laura, Mario y a mí se  nos sumó una francesa que yo ya había conocido durante mi primer día en la isla. Ella había terminado su master en Francia y había decidido dar la vuelta al mundo en bicicleta y sin mucho presupuesto. Para eso, vivía en muchos casos con los locales, casi siempre a cambio de su trabajo. No se quedaba en hostels o guesthouses y no comía en restoranes por lo general, sino que llevaba su propia comida, o comía en los lugares en los que trabajaba. Obviamente que es un estilo de viaje diferente al que nosotros llevábamos y creo que no estaría dispuesto a hacerlo, pero eso es lo lindo de ser mochilero: a cada paso encontrás historias diferentes, estilos de vida y de viaje diferentes pero todos con la pasión por el mundo y las personas que lo habitan en común. Ella estaba sola en la isla, pero venía viajando en bici junto a 2 amigos holandeses que creo que había conocido en Asia mismo: Jonathan y Susanne. Ellos llegaron al poco rato o al día siguiente y se unieron al “grupo”. También llegó Guille, el argentino que había conocido en el bar, y también se sumó. Él trabajaba, y aún lo hace,  en el diario La Nación de Buenos Aires, cubriendo noticias internacionales. Por su trabajo había estado en Haití cubriendo el terremoto, en Chile cuando lo de los mineros y en Japón cuando el tsunami. En ese momento estaba de vacaciones por un mes por Camboya y algunos países de la zona más, durante su licencia. Por lo tanto, los siguientes días los pasé junto a ese grupo maravilloso de gente en la playa, charlando, y compartiendo la alegría de estar, como ya dije, en uno de los lugares más lindos en el que he estado en mi vida –me dio mucha lástima que el Gato no haya podido ir.
Una noche, luego que los alemanes ya se habían ido, fuimos con los holandeses y Guille a un bar (creo que el único que había, y EL lugar para “salir” en las noches, ya que a diferencia de las islas de Tailandia, ahí no había boliches ni joda) donde tomamos una cantidad sorprendente de Baileys por muy poco dinero, ya que la persona que servía los tragos se ve que nunca había servido un Baileys  en su vida por lo que llenaba los vasos hasta el tope, como si fuera cerveza. Ya de por sí era barato todo en Camboya, y con barmans novatos, más todavía.

Esos días fueron realmente una experiencia que recordaré toda mi vida. Estaba en una isla paradisíaca sin energía ni Internet, del otro lado del mundo, con gente que conocía hacía pocas horas, pero sentía que no me faltaba nada, que nada podía ser mejor. Esas son las experiencias que nos hacen darnos cuenta que a veces nos complicamos demasiado y que no ineludiblemente se necesitan muchas cosas materiales o sofisticadas para ser feliz. A veces el destino puede hacer que coincidan por unos días siete personas que no se conocen y de diferentes países en el mismo lugar y que todos ellos se lleven un recuerdo y una sensación que dure muchos años. Con esto no quiero decir que haya que estar lejos o con gente desconocida y de otros países para sentir que no se puede pedir más. Pero sí que el viajar brinda estas experiencias increíbles que nos hacen cuestionarnos y reflexionar: ¿acaso no tengo momentos como estos en casa? ¿y si sí, por qué no los valoro? Por supuesto que la costa de Rocha no le llega ni a los talones a las playas de Koh Rong. Pero no eran las playas lo importante: era la simpleza, la pureza de  la que hablaba el argentino del blog y la compañía lo que hacían a esos días especiales e inolvidables. Podés estar bañándote con un balde y sin Internet, sin boliches, sin heladera ni cajeros automáticos y ser muy feliz. Creo que eso es lo importante, y una vez que lo entendemos, valoramos más pequeños momentos que tal vez antes pasaban más desapercibidos.

Jonathan, Susanne y yo después de los Baileys

Jonathan, Laura, Mario, Susanne, yo, Guille y la francesa.
No voy  a negar que sentí tristeza cuando todo terminó y cada uno siguió viaje por su lado, pero justamente el viajar de esa manera, conociendo gente todo el tiempo, te acostumbra a las despedidas. Y a saber que no hay que vivir de la nostalgia, sino recordar con felicidad los buenos momentos vividos y mirar hacia adelante, esperando que vengan muchos más. También me entristeció no haberme quedado más días pero ya estaba en camino al norte, a Siem Reap, el pueblo en el que se hace base para ir a Angkor Wat, así que no tenía tiempo para lamentarme. El Gato ya había ido y ya escribió una entrada sobre su experiencia ahí, que pueden releer aquí: http://gatoysasadeviaje.blogspot.com.uy/2013/05/siem-reap-felipe.htmlFui con Guille, que también iba para ahí. Siem Reap no tiene mucho más que lugares para alojarse, restoranes, bares y boliches. Parece que vive exclusivamente gracias a su cercanía  a los templos. Así que conseguimos una guesthouse y al día siguiente partimos para Angkor Wat en un Tuk Tuk, manejado por un camboyano que tendría unos 28 ó 30 años y cuyo nombre no recuerdo. Era muy simpático y además de manejar el vehículo actuaba un poco como guía también. No solamente nos llevó, sino que pasó con nosotros todo el día, ya que el lugar es enorme y hacía mucho calor como para hacerlo todo a pie. Él nos contó varias cosas, por ejemplo, que en Camboya la familia del novio tiene que pagarle a la de la novia cuando se van a casar.

Angkor Wat es un complejo de templos muy antiguos, tanto budistas como hindúes, construidos en piedra. Mucha, mucha piedra. Cada templo tiene un nombre y una historia particular. Hay uno en el cual crecieron árboles enormes arriba de las piedras, donde se filmó parte de una de las películas de Tomb Raider, con Angelina Jolie. El más conocido tiene una forma muy particular y está escoltado por unas palmeras que hacen una de las imágenes más famosas del Sudeste Asiático y sin dudas la más conocida de Camboya. Muchísima gente va bien temprano en la mañana para ver la salida del sol desde atrás del templo y tener la foto perfecta. Nosotros fuimos, aunque muchas fotos no tengo porque esa no era aún época de iPhone para mi y la cámara la tenía el Gato. Así que sí, estuve en el paraíso y en Angkor sin cámara (sí, ya se, un reee gil). Igualmente tengo algunas fotos que me pasó la gente con la que estuve esos días y muchas imágenes en mi memoria. Angkor me gustó, es muy impresionante, aunque tal vez llega un punto del día en el que te podés cansar de ver tanta piedra, a lo que se suma el calor sofocante, por lo que es probable que sientas que ya has visto suficiente antes de terminar de ver todos los templos. Pero sin dudas es un lugar que hay que visitar si se va a Camboya.


El guía y yo. Él sostiene un "mapamundi" que dibujamos con Guille ante una pregunta de su parte que no recuerdo pero que demostraba que no tenía la menor idea de las distancias y la ubicación de los continentes.

Con Guille sobre un puente en Angkor Wat.
                                     









Luego de ese día de visita a Angkor, llegó el momento de despedirme de Guille, tal como había hecho antes con tantos otros viajeros. No recuerdo exactamente cuál fue su siguiente destino, pero el mío era Kuala Lumpur. Desde el pequeño y, sorprendentemente, moderno aeropuerto de Siem Reap partí en un vuelo de Air Asia con destino Kuala Lumpur, Malasia, donde me reencontraría con mi compañero de viaje después de sólo unos cuantos días, pero unos días en los que había vivido una de las experiencias más lindas de mi vida.


Para finalizar, una pequeña reflexión. Desde que estuve en Koh Rong no me mantuve al tanto de la vida de la isla. Como ya saben, era una isla de un nivel de belleza natural similar o incluso mejor que las de Tailandia, pero siendo eso lo único que tenían en común. En Koh Rong no había energía eléctrica, no había casi alojamientos, no había boliches, casi no había ruido, habían kilómetros de playas limpias y desiertas, no había muelle abarrotado de barcos para transportar turistas, ni miles de rusos, suecos o australianos borrachos gritando 24 horas por día. Apenas salí de esa isla supe que por más que algún día volviera, no volvería al mismo lugar. Era evidente que no iba a durar mucho tiempo tan pura y virgen, y que tarde o temprano y progresivamente las inversiones irían fluyendo y la isla iría transformándose en algo cada vez más parecido a Phi Phi en Tailandia. Como dije, no investigué mucho pero por alguna cosa que leí de rebote, y porque ya en ese entonces se veía que era una isla naciente y en construcción, creo que ya ahora, a solo 3 años de haber estado ahí, cambió. Seguramente siga cambiando y en 10 años ya no quede mucho de la isla que conocí. Esto no es una crítica al progreso ni al turismo que sin dudas puede ser una importante fuente de trabajo para los locales. Pero si una cosa rescato del viaje que hicimos es que el Sudeste Asiático tiene de todo para todos. Islas famosas y llenas de gente, islas desconocidas, pueblitos, metrópolis modernas, hoteles 5 estrellas, guesthouses de cinco dólares en el paraíso,  cenas de 300 dólares en un rooftop bar de Bangkok y platos de Pad Thai por un dólar y medio. Y si Koh Rong termina siendo una isla como las demás se perdería parte de esa variedad que enriquece a la zona. Claro que no puedo hacer nada para evitarlo pero al menos me queda el consuelo de no saber qué fue de Koh Rong y, en caso de que se haya transformado, la esperanza de que así como casi nadie la conocía en 2012, haya hoy diez, veinte o treinta “Koh Rongs” que nadie conoce: puras, hermosas y desiertas.

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